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viernes, mayo 17, 2024

Yo no soy el enemigo

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El señor Julio Díaz Campusano escribe un tanto aterido, su pensamiento parece entumecido por el tormento del mito de la mano peluda, gigante, excesivamente velluda, con uñas largas y afiladas. Es una leyenda infantil que sigue agitando el despertar de Campusano.

Él todavía siente temor al levantarse tarde en la noche para ir al baño porque cree que algo de forma espectral y horripilante, sin cuerpo ni extremidades, lo vigila debajo de la cama.

Esa fábula, como otras que agobian y se agolpan en las hendiduras mentales del ser, desafortunadamente ha distorsionado el buen juicio del señor Campusano. Son resquicios impulsivos, paralizantes, que le impiden escaparse del influjo de una prosa atrapada en la cotidianidad de los años setenta.

Él vive, y lo censuro, petrificado, como en el verso de arte mayor de Rubén Darío: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo, y no hallo sino la palabra que huye”. Vive anclado, muy cerca del puerto de los años heroicos de lucha contra la rancia oligarquía y Balaguer, y en perpetuo aciago con las nefastas ideas de que los factores hereditarios, en la formación de gametos, alelos, dicen los que utilizan los llamados Tableros Punnet, se transmiten, no solo en lo tisular y biológico celular, sino absurdamente también, en la mala conducta del padre.

Ignora el articulista Campusano, no sé si adrede o si escribe al dictado de intereses ocultos, que la construcción de la personalidad, el carácter y el intelecto, es de puro aprendizaje social, no hereditario. Ojalá pueda éste leer a Hans Jurgen Eysenck.

Para Campusano el delito es hereditario tanto que en su escrito evoca, sin saberlo, el atavismo positivista de Cesare Lombroso; el niño nace ladrón o estafador, la niña nace delincuente o ludópata. Cierto que es una miopía garrafal, pero cómo contrarrestar ese desfasamiento irreparable, cómo hacerle entender que no existe un gen delincuente, que no se nace marrullero, y que el ser social prevalece sobre la conciencia o acaso debo callar o alzar la voz para desenmascarar esas falacias y combatir perniciosos mitos que se anidan alrededor de mis innegables vínculos genéticos con Joaquín Balaguer.

Extrañamente, Campusano no combate mis ideas, ni desafía el ingenio y la imaginación del concepto que,  filosóficamente tengo de una sociedad liberada de las falencias culturales, económicas y monopólicas en la que tradicionalmente se sustenta la corriente de la derecha. Prefiere ignorar mi posición contra la oligarquía criolla depredadora, mi postura anti neoliberal, antiimperialista, de libre autodeterminación, y le aterra, como en el mito de la mano peluda, saber mi criterio frente al individualismo-colectivismo; credo-laicismo; lo público y lo privado; igualdad versus privilegio, y más aún mi postura frente al grafico multiaxial que doctrinariamente muestra el espectro político internacional.

Elige, no el debate político o académico, sino la vocinglería de imputar denuestos que no guardan relación con mi persona. Verbigracia mis lazos, desde hace mas de trece años, con la formación política progresista Alianza Nueva República, cuyo logo es un águila, la cual no se constituyó para negociar intereses espurios ni para ondear la bandera del deshonor.

Me señala despectivamente con el adjetivo de infiltrado o como un logrero que, ante las posibilidades de una alianza progresista y de izquierda, quiere montarse en la ola de los fenómenos sociales que gimen en toda América con aires de reivindicación, y como colofón intenta risiblemente endilgarme el aura de todo lo que Balaguer hizo o no hizo.

Se desvive en su escrito por hacerme dueño de su comportamiento público, su gestión presidencial y hasta de su rostro y figura, como si esos atributos no fueran de la exclusiva pertenencia de Balaguer, y con ellos habrá de presentarse solo, algún día, ante el juicio sereno e impávido de la historia.

Pero aun así prefiere maliciosamente ignorar, parece ser este su verbo preferido, mis convicciones con el cambio de rumbo social, con el sujeto social, con los más necesitados, con la justicia y, sobre todo, algo que no se puede ocultar: mis manos limpias de peculado y de sangre.

El enemigo, querido Campusano, es el otro, aquel que maniobra para que el pueblo progresista y de izquierda no se consolide alrededor de una plataforma electoral programática. El enemigo es aquel que históricamente sojuzga al pobre y se reparte abusivamente la riqueza del pueblo. Yo no soy el enemigo.

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