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jueves, mayo 16, 2024

¿Y las salas de cine?

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Recuerdo con grata alegría cuando era un muchacho, ir al cine; pero sobre todo, asistir los domingos, era la mejor excusa para reunirme con los amigos, deleitarnos con alguna golosina (helados, dulces, borrachos, friquitaquis, chulitos… rompemuelas y cocalecas), y hablar hasta el cansancio; y luego, disfrutar de la película para comentarla y resaltar su argumento o afirmar que era un “clavo” de lo peor como si fuéramos críticos especializados.

Los cines en los barrios y en los pueblos servían como centro de reunión para consumar un hecho artístico y cultural como una actividad social, que nos movía hacia el disfrute de un filme y nos permitía actualizarnos y saber de otros mundos. Aprendimos de los edificios y las calles de New York, de cómo accionaban los gánster en el Chicago de 1940.  Muchos de nosotros nos acercamos al karate y al Kung-fu animados por las películas producidas en Hong Kong.

En todo este festival dominical no podían faltar los intercambios de paquitos (comis), con su eslogan a todo pulmón: “Compro, cambio y vendo”, que destacaba nuestro perfil comercial. Los bailes con aro o en pareja, las rifas de golosinas y helados, casi obligatorias… y las anécdotas de los pantalones y las camisas estropeadas, cuando al sentarnos, un malicioso dejó un chicle pegado en el asiento; peor, sino en la cabeza.  ¡Ir al cine era todo un universo!

En mi vecindario, Los Mina, a finales de los 70s., había cuatro salas de proyecciones. La entrada oscilaba entre 10 y 25 centavos. El cine Ana, el más popular, en el mismo centro del sector; el teatro Duarte, cubriendo la parte oeste (presentaba espectáculos artísticos y era el único techado); el Alma (en el naciente ensanche Alma Rosa), y el Natty, el más marginal, a veces algunos bellacos les daba por lanzar piedras (en el barrio Katanga y zonas cercanas). En el ensanche Ozama estaba el Cinema Petty (un poco más reservado para los residentes de este barrio que siempre privaron en más narices paradas con relación a los otros vecindarios)

La cartelera, que se pintaba a mano (en muchos casos verdaderas obras de artes como las que hacía el maestro Cándido Bidó), anunciaba los estrenos con sus horarios y lo nuevo que venía. En esa época sentíamos pasión por las películas de vaqueros (westerns) y las de guerra o bélicas. ¡Muchos muertos, heridos y destrozos! Era la recomendación para que otros fueran a verla. Con westerns como “El bueno, el malo y el feo” se podía llenar un cementerio en apenas hora y media.

Todas esas ilusiones y sueños se fueron con los años y nuestros cines, como por arte de magia, desaparecieron. ¡La pantalla se apagó de repente! La televisión por paga o de cable, las salas cinematográficas dentro de los grandes centros comerciales (Malls), cambiaron todo. No hay cine en nuestros vecindarios, ni qué decir en los pueblos, en las provincias.  Demarcaciones como Barahona, La Vega o San Pedro de Macorís no tienen centros de proyección. Ocuparé otro artículo con el tema, se los aseguro.

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