El conflicto entre República Dominicana y Haití por la construcción del canal que desviará las aguas del río Masacre, o Dajabón, fronterizo entre ambas naciones, no es nuevo. Es un problema secular, renovado.
Este río, por ser fronterizo entre ambas naciones, tiene un régimen especial para su aprovechamiento. Esa cuestión fue definida en buen derecho internacional, en varios tratados bilaterales.
Asunto que data de más de un siglo no se ha resuelto porque no ha sido discutido con un criterio que vaya más allá de lo coyuntural.
Las aguas podrían bajar a su natural nivel lo antes posible, pues, se ventilan múltiples soluciones a ambos lados de la frontera, con ayuda de los llamados poderes fácticos, e incluso, transnacionales.
Este diferendo debe servir de acicate para que los sectores pensantes definan una política frente a Haití, que supere el inmediatismo y el oportunismo político, como está ocurriendo en estos momentos.
Haitianos ni dominicanos los dominicanos abandonaremos el pedazo de tierra sobre el que nacimos y habitamos. Se trata de un viaje sin regreso.
Más allá del coyunturalismo debemos establecer una política para manejarnos frente a esta nación que por su condición de pobreza y daño ecológico amenaza con convertirse en un problema para nuestro país.
Sí ahora es por el agua del canal Masacre, en un futuro serán problemas más graves. Vendrán por otros ríos, porque Haití necesita de agua, alimentos y hasta servicios que están de este lado de la isla. Negarlo sería querer tapar el Sol, y afirmar que no quema.
Además, el caos demográfico que tenemos con los haitianos seguirá creciendo con la llegada de olas de migrantes buscando mejores condiciones de vida, lo que, claro, crea presión sobre los servicios públicos disparando los índices de pobreza en el país.
Necesitamos, con urgencia, una política frente a Haití, una política bien definida, al margen de toda actuación coyuntural, una diplomacia más efectiva y, sobre todo, que unifique a la nación, algo ausente en estos días.
