Al entrar, tal vez, en el último ciclo de mi vejez (una gran dicha, como tantas otras), he adoptado la costumbre de parar en cada esquina para resaltar una de las grandes fortunas de que disponemos, en este, ¿país?: la magia productora de riquezas que se produce cuando se fusionan el mar y el sol.
Pero no encuentro quién me haga caso, sin que tal circunstancia me aflija.
¿Por qué no me hacen caso cuando quiero que se detengan y vean la magia de la fusión del sol con el mar, y con todo su entorno?
No me hacen caso, porque el concepto de Nación, los contenidos que resumirían su cultura, no son asimilados por esas personas rutinarias con quien hablo. Estoy predicando en el desierto.
El sol ardiente y el mar que se regusta en las arenas de múltiples colores de las costas de esta media isla, no nos han costado un solo centavo. La naturaleza nos lo ha regalado.
Digo esto y lo repetiré: mientras no construyamos el edificio de la educación en cada una de nuestras criaturas, desde que salen del vientre de su madre, no habrá ciudadanos. No habrá Nación.
La mayor fuente de riqueza de la media isla y de la Isla entera es el turismo, tras el que viene gente de los cuatro puntos cardinales del mundo. A eso. A bañarse en una playa bajo el candente sol.
Es una mina de oro, insondable, inacabable. Y no nos ha costado un solo centavo. Una mina que durará para siempre.
¿Llegará el momento en que todos pensemos en eso?
