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domingo, abril 28, 2024

Era una Señora Rosa

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Jamás un nombre fue dado a persona alguna con tanta propiedad.

La dimensión se la dio a ese nombre su propia dueña.

Rosa, Rosa, Rosa.

Era una verdadera Rosa a la que envolvía un perenne perfume de paz que expandía en todo su entorno.

Nunca abandonó su pedestal de esposa fiel, amorosa, compañera en las buenas y en las malas. Abajo y en las cumbres, en las que nunca dejó su espacio propio, sin apetecer otra cosa que no fuera estar, ahí: modelando disciplina para sus más cercanos. Para los más lejanos.

Rosa hizo sentir una dignidad, un decoro, una presencia que obligó a todos a llamarla Rosa, sin que abandonara su sitial de Doña. La Doña que era totalmente dueña del silencio que le pertenecía. Dueña del misterioso aroma de la discrecionalidad en la soledad del Poder.

Con la distancia de los años de por medio que conducen regularmente a los olvidos, pocos, muy pocos dejaron de considerarla “una Primera Dama”.

Rosa, Rosa.

Doña y Señora Rosa, usted no merece que se derrame una sola lágrima ante su partida, porque ¿y cómo?

Es que Usted no se va. No se ha ido.

Usted seguirá, ahí. Con esa mirada tenue y sincera que el Poder no melló, sino que sirvió para darle un significado auténtico que se hace tan difícil cuando se llega a ese sitio.

Rosa, Rosa, Rosa.

Jamás un nombre fue dado a mujer a alaguna para que lo llevara y exhibiera con tanta dignidad. Con tanta propiedad. Con tanto perfume de paz.

Rosa, Doña Rosa, tenga la seguridad de que su perfume de paz obligado y necesario queda en el entorno del Poder.

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