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viernes, junio 13, 2025

¿Puede la IA gozar de libertad de expresión?

¿La inteligencia artificial tiene derecho a la libertad de expresión o es solo un eco sofisticado de voluntades humanas?

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A medida que la IA y sus chatbots dominan el debate público, una
pregunta explosiva sacude la democracia moderna: ¿la inteligencia
artificial tiene derecho a la libertad de expresión o es solo un eco
sofisticado de voluntades humanas? Entre tribunales, programadores
y filósofos, el mundo legal enfrenta un dilema que definirá el futuro del
discurso digital.

En un mundo donde los algoritmos redactan discursos, moderan contenidos, influyen
elecciones y hasta corrigen presidentes, una pregunta que parecía sacada de la ciencia
ficción está hoy en el centro de los tribunales, los parlamentos y las redes sociales: ¿la
inteligencia artificial tiene derecho a la libertad de expresión?

La pregunta no es solo legal. Es filosófica, tecnológica y, sobre todo, política. ¿Una
máquina que genera texto sin conciencia, ni emociones, ni voluntad puede ser
protegida como si fuera un ciudadano? ¿O estamos cayendo en una trampa: la de
confundir el eco con la voz, el algoritmo con el alma?
El caso que encendió la chispa
A inicios de este año, un juez federal de Estados Unidos se enfrentó a un argumento
insólito: una empresa de IA aseguraba que censurar el contenido de su chatbot violaba
la Primera Enmienda. Según ellos, el sistema tenía derecho a expresarse. El juez
respondió con una sentencia que resuena como un golpe de realidad en tiempos
virtuales: “La IA no es una persona. No tiene alma, ni voz, ni derechos
constitucionales.”
Pero el verdadero terremoto no es la respuesta. Es la pregunta. Porque por primera
vez, los sistemas que hablan sin pensar, que responden sin sentir y que opinan sin
comprender, están moldeando el discurso público. Y nadie —ni siquiera la ley— sabe
exactamente qué hacer con ellos.
¿Qué es “libertad de expresión” en la era algorítmica?
Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos hasta las constituciones
más modernas, la libertad de expresión es un derecho exclusivamente humano. Pero
en la práctica, la tecnología ha reconfigurado los límites. Hoy, empresas como Google
y Meta defienden que sus algoritmos tienen el derecho de “expresión editorial”. En el
caso Zhang v. Baidu (2014), un tribunal reconoció que excluir resultados políticos
era también una forma de hablar.
Entonces, si una corporación puede expresarse mediante su código, ¿por qué no
podría hacerlo un modelo de IA? Algunos juristas, como el profesor Eugene Volokh
de UCLA, aseguran que aunque la IA no tenga derechos propios, su contenido podría
estar protegido por los derechos de los programadores y los usuarios. En otras
palabras, lo que diga la IA no es de ella… pero sí podría estar cubierto por nuestra
libertad de decirlo, pedirlo o recibirlo.
Europa y América Latina: líneas rojas claras

Mientras en EE. UU. el debate se expande, en Europa y América Latina la postura es
más tajante: las máquinas no tienen derechos. El Parlamento Europeo lo dejó claro
en 2020 al rechazar otorgar “personalidad electrónica” a las IA. En América Latina, la
Convención Americana de Derechos Humanos establece que la libertad de expresión
es para “toda persona”, y ningún tribunal ha planteado lo contrario.
Pero esta claridad jurídica no resuelve el terremoto cultural y tecnológico que vivimos.
Porque las máquinas no solo hablan: influyen, viralizan, seducen, atacan,
manipulan… Y muchas veces moldean la opinión pública con más eficacia que un
periodista, un político o un profesor.
Filosofía sin ficción: ¿una máquina puede tener derechos?
Desde la filosofía, la respuesta es brutal: NO. Los derechos fundamentales —como la
libertad de expresión— se fundamentan en la dignidad, la conciencia, la intención y la
responsabilidad. Y ninguna IA posee esas cualidades.
Una IA no entiende lo que dice. No desea. No sufre. Calcula. Compararla con un ser
humano sería un acto de ilusión antropocéntrica, peligrosamente ingenuo. Como dice la
experta en ética de la IA, Francesca Rossi: “Una grabadora repite lo que le dicen. Un
loro también. Y ninguno necesita libertad de expresión para hacerlo. Lo mismo pasa
con los chatbots: no expresan, ejecutan.”
¿Quién es responsable cuando la IA habla?
Aquí el dilema se vuelve urgente. Si una IA difama, desinforma o incita al odio, ¿quién
paga la cuenta? ¿La máquina? ¿El usuario? ¿La empresa que la creó? Por ahora, la
justicia responsabiliza a los humanos detrás del algoritmo.
Pero esa misma lógica plantea una paradoja: si se censura el contenido generado por
IA, ¿no se está también limitando la libertad de sus usuarios y creadores
humanos? ¿Qué pasa con el escritor que usa IA para crear, con el activista que la usa
para denunciar o con el ciudadano que la usa para entender?
¿Hasta dónde llega la mordaza algorítmica… y dónde empieza la autocensura
social disfrazada de regulación?

El caso dominicano: ¿una trampa perfecta?
En la República Dominicana, el debate ha tomado un giro explosivo. Un supuesto video
generado por inteligencia artificial que muestra una relación íntima entre las figuras
públicas Faride Raful y Milagros Germán. El supuesto contenido, divulgado por la
comunicadora Ingrid Jorge, ha desatado un escándalo que mezcla morbo, política y
tecnología.
Pero lo más grave podría no ser el video en sí, sino la estrategia detrás. Mientras el
país discute sobre lo real y lo falso, sobre IA y privacidad, otros actores políticos
aprovechan el momento para impulsar la aprobación de la polémica “Ley
Mordaza” —el Proyecto de Ley Orgánica sobre Libertad de Expresión y Medios
Audiovisuales.
¿Estamos ante una cortina de humo digital? ¿Se está usando el escándalo para
justificar una legislación que podría restringir la opiniones o la expresión ciudadana,
el trabajo periodístico independiente y el disenso democrático? ¿Estamos
protegiendo a la sociedad o silenciándola con la excusa perfecta?
La pregunta no es sólo jurídica. Es moral. Es política. Y es urgente.

Libertad, sí… pero de los humanos
La IA no tiene derechos. No tiene voz legal ni conciencia moral. Pero lo que hace con
nuestras palabras y nuestros datos puede cambiar el rumbo de nuestras
democracias.
La verdadera batalla no es si la máquina puede hablar. La verdadera batalla es si
nosotros podremos seguir hablando libremente, incluso cuando usamos a la
máquina como herramienta, aliada o espejo.
En un mundo donde los algoritmos escriben titulares, manipulan emociones y crean
escándalos, el silencio no será opcional. Será impuesto o será conquistado.
Y esa decisión, todavía, es humana.

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